Harto de su vida mediocre, quiso ser alquimista, atraído como tantos otros por la posibilidad de convertir el plomo en oro. Tras largos años de denodados esfuerzos y miles de experimentos sin fruto, lo consiguió: el último trozo de plomo arrancado de las cañerías de su casa se convirtió en el preciado metal dorado. Sonrió satisfecho, aunque tan sólo por unos instantes pues su rostro demudó violentamente cuando miró aquel viejo calendario que colgaba de su pared y que no había cambiado desde el día en que comenzó su aventura alquimista.