Un hombrecito se
encaminó a la casa hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el
turno de pongo, de sirviente de la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo
miserable, de ánimo débil, todo lamentable, sus ropas viejas.
El gran señor, patrón
de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludó en el
corredor de la residencia.
-¿Eres gente u otra
cosa? -le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de
servicio.
Humillándose, el
pongo no contestó, atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.
-¡A ver! -dijo el
patrón– por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con
esas manos que parece que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! -ordenó al
mandón de la hacienda.
Arrodillándose, el
pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la
cocina.